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El aire es un cristal oscuro: observar el cielo a través de la atmósfera

Autoría: David Galadí-Enríquez

astronomía , atmósfera , calima , Observación astronómica

Cualquier persona que se inicie en la observación del firmamento se da cuenta muy pronto de que no hay dos noches iguales. Porque miramos el cielo a través del aire que, con sus circunstancias cambiantes, hace que las condiciones astronómicas varíen entre excelentes y pésimas. Reina una diversidad enorme incluso entre lo que podrían considerarse noches «despejadas». Entre una noche de cristal, quizá en invierno bajo un cielo limpio en alta montaña, y la noche de una jornada veraniega con calima (partículas en suspensión) a la orilla del mar, el contraste resulta radical, aunque ambas tengan su encanto.

Si no hubiera aire

Si no hubiera aire, entonces no estaríamos aquí. Pero admitamos por un momento que fuera posible la contradicción de suponernos con vida y, a la vez, bajo un cielo nocturno que no hubiera que contemplar a través de la atmósfera terrestre. El panorama celeste se parecería a lo que puede verse desde la Luna. La atmósfera, incluso en las condiciones más perfectas imaginables, siempre roba algo de luz a las estrellas, de manera que el cielo de un planeta Tierra sin aire mostraría unos astros más brillantes de lo habitual, con una intensidad muy estable (sin parpadeo, no titilarían).

Pero, además, el cielo estrellado presentaría la misma apariencia sin importar la dirección en la que se mirara: directamente hacia arriba o dirigiendo la vista hacia las zonas cercanas al horizonte, las estrellas lucirían igual de fijas y de potentes. Porque un rasgo fundamental del efecto atmosférico sobre los astros consiste en que el impacto del aire sobre la luz que viene del espacio se incrementa muchísimo al mirar cerca del horizonte. En alturas bajas (poco después de su salida, o poco antes de su puesta) todas las cosas del cielo se ven más débiles, rojizas y temblorosas que cuando están altas.

Turbulencia y trasparencia

De acuerdo, no podemos prescindir del aire porque nos asfixiaríamos. Si no hay más remedio que convivir con este cristal oscuro, ¿de qué manera afecta a las observaciones astronómicas? El aire es un fluido y, como cualquier otra sustancia de este tipo, influye sobre la luz que lo atraviesa de dos modos: mediante la turbulencia y a través de la falta de trasparencia. Hasta cierto punto, mirar las estrellas a través del aire se podría comparar con dirigir la mirada a un punto de luz colocado en el fondo de una piscina.

La turbulencia consiste en la agitación del fluido en forma de remolinos y vórtices de varios tamaños y por causas diversas (diferencias de presión o de temperatura). El efecto se manifiesta en la deformación temblorosa de los objetos que se ven en la lejanía por encima del asfalto de una carretera, a pleno sol y en una jornada de verano. Por supuesto que de noche y mirando hacia arriba a simple vista el efecto no es tan intenso, pero tiene mucha importancia cuando se observa con telescopios. Aquí nos interesa la visión cotidiana del firmamento a simple vista, de modo que puede bastar con indicar que la turbulencia es la causa principal del centelleo, el titilar de las estrellas. Vistas desde el espacio las estrellas presentan un brillo estable, pero desde el suelo tiemblan, y ese hecho no tiene su causa en las estrellas, sino en la turbulencia del aire interpuesto.

La trasparencia, o su reverso equivalente, la opacidad, tiene que ver con la capacidad del aire para eliminar parte de la luz de los rayos que llegan desde el espacio. Aquí hay que distinguir dos fenómenos diferentes: la interacción de la luz con los gases de la atmósfera y el efecto de las partículas (sólidas o líquidas) suspendidas en el aire y llamadas de manera genérica aerosoles.

Todo depende de la altura… ¡y de la altitud!

Por supuesto, ambos efectos, el de la turbulencia y el de la trasparencia, se producen con intensidades que dependen de la cantidad de aire que atraviese la luz. De entrada podría parecer que siempre que se mira al cielo la luz cruza el mismo grosor de atmósfera: al fin y al cabo, la atmósfera es solo una y todo lo vemos a través del mismo aire. Pero nada más lejos de la realidad.

En primer lugar tomemos un observatorio determinado, fijo, quizá el lugar desde el que usted acostumbra a mirar el cielo en la vida cotidiana. Como se aprecia en la figura, el hecho de que la atmósfera sea una capa delgada que cubre el planeta hace que la luz atraviese grosores mucho mayores de la misma cuando se observa en direcciones cada vez más cercanas al horizonte.

Grosor de atmósfera atravesado por la luz de los astros

La luz de astros situados en el cenit (a) atraviesa un grosor de atmósfera mucho menor que la procedente de astros cercanos al horizonte (b).

Consideremos la altura angular sobre el horizonte, un ángulo que vale cero grados cuando se mira en dirección horizontal, 45 grados si se dirige la mirada a media altura y justo 90 grados cuando se observa hacia el punto más elevado del firmamento local, el lugar conocido como cenit. La luz menos perturbada es la que procede de astros situados en el cenit, cuya luz cruza el grosor mínimo posible de atmósfera. Si se toma como unidad de «masa de aire atravesada» la que corresponde al cenit, la tabla adjunta muestra lo mucho que se incrementa ese parámetro para alturas cada vez más cercanas al horizonte (más próximas a cero grados). Cuando se mira hacia el horizonte, la luz estelar cruza ¡casi cuarenta veces más aire que cuando se observa la región cenital! Esto tiene un impacto directo sobre los dos efectos que induce la atmósfera: la turbulencia y la falta de trasparencia.

Tabla de alturas y masas de aire

Tabla 1. Relación entre la altura angular sobre el horizonte y la masa de aire atravesada por la luz de las estrellas, tomando como unidad el grosor de atmósfera en el punto más elevado, el cenit, con altura igual a 90 grados. Modelo de atmósfera esférica homogénea (escala de altura 10 km).

Si se observa a simple vista, la turbulencia se manifiesta en forma de centelleo. Compruébelo por sus propios medios: observe a simple vista estrellas muy elevadas y compárelas con otras más cercanas al horizonte y verá con toda claridad que tanto la intensidad como el ritmo del centelleo se incrementan muchísimo para los astros más bajos.

Pero lo más impresionante es la atenuación del brillo de los astros en función de la masa de aire atravesada por su luz. Porque la física enseña que el debilitamiento no es proporcional a la proximidad al horizonte, sino que se incrementa con ella de manera exponencial. De este modo, cerca del horizonte no tenemos una extinción treinta y tantas veces mayor que la que se produce en el cenit, sino ¡diez elevado a treinta y tantas veces mayor! En condiciones normales y corrientes esto puede implicar que un mismo astro se vea entre dos mil y seis mil veces más débil cuando sale o se pone que cuando culmina en el cenit. Este contraste drástico explica que en astronomía siempre interese observar los astros lo más alejados posible del horizonte. También se entiende, a la vista de esta información, que en ocasiones sea posible mirar el Sol a simple vista sin que moleste en sus salidas o puestas, pero que este mismo gesto resulte no ya incómodo, sino potencialmente muy dañino para los ojos, si se hace cuando nuestra estrella está algo más alta sobre el horizonte.

De nuevo, compruébelo en persona. La próxima vez que se encuentre bajo un cielo estrellado, repare en lo rápido que disminuye la cantidad de estrellas visibles al ir desplazando la mirada desde el cenit hacia el horizonte.

Altura y masa de aire, gráfica

Masa de aire atravesada por la luz de astros situados a diferentes alturas angulares sobre el horizonte. Se toma como unidad la masa de aire correspondiente al cenit.

Algunos cálculos simples muestran que incluso la estrella más brillante del firmamento, Sirio, resulta imposible de distinguir a simple vista en sus salidas o puestas, porque la extinción debida a la atmósfera la atenúa tanto que queda más allá del umbral de sensibilidad del ojo humano. Sin embargo, dado que la masa de aire recorrida por la luz se reduce muy rápido al crecer la altura sobre el horizonte, y a que el efecto es exponencial, Sirio sí puede llegar a verse desde muchos lugares cuando se encuentra apenas unos pocos grados por encima de su lugar de salida o puesta.

Si todo lo podemos referir a la masa de aire que hay en el cenit, el efecto global puede reducirse si se minimiza esa cantidad, lo cual solo puede lograrse trasladándose a lugares muy elevados, a las montañas. Este es uno de los motivos por los que los observatorios de calidad se colocan en lugares de gran altitud. En este contexto es importante no confundir la altitud sobre el nivel del mar (medida en metros) con la altura angular sobre el horizonte (medida en grados), aunque la conclusión es bastante evidente: las observaciones mejores se consiguen para los valores mayores de ambas variables, tanto la altitud como la altura.

Nitrógeno y oxígeno

La extinción causada por la falta de trasparencia del aire se muestra como la enemiga pública número uno de la observación astronómica desde la superficie terrestre. Como decíamos antes, conviene prestar atención a las dos causas físicas de esta opacidad: gases y aerosoles. Tratemos en primer lugar los gases que componen el aire.

Incluso si se considera una atmósfera gaseosa perfectamente limpia y pura, compuesta solo de los gases mayoritarios, el nitrógeno y el oxígeno, la física nos enseña que la luz estelar padece una atenuación considerable al atravesarla. Esta atenuación se produce mediante el fenómeno conocido como esparcimiento de Rayleigh y se debe al modo en que los electrones de átomos y moléculas se relacionan con la luz, que no es más que una forma de radiación electromagnética.

Esparcimiento de Rayleigh en función de la longitud de onda (color) de la luz

Porcentaje de la luz que resulta eliminada de un rayo en virtud del esparcimiento de Rayleigh en una atmósfera gaseosa limpia, si se observa hacia el cenit y desde el nivel del mar. Las longitudes de onda cortas (violeta) experimentan más extinción que las longitudes de onda largas (rojo).

Tanto la teoría como la experiencia muestran que el esparcimiento de Rayleigh depende mucho del color de la luz. La luz visible cubre todo el intervalo desde las longitudes de onda cortas, en el violeta, hasta las longitudes de onda largas, en el rojo, pasando por el azul, el verde, el amarillo y el naranja. Esta forma de esparcimiento resulta muchísimo más intensa para la luz de longitud de onda corta, y esto implica que cualquier rayo de luz procedente de los astros pierda una parte de su potencia, pero que esta pérdida se concentre sobre todo en los tonos violetas y azules, que terminan por apartarse de los rayos originales y difundirse por todo el aire. Esta es la explicación clásica de que un cielo limpio, durante el día, se vea azul, porque el azul del cielo no es más que luz solar esparcida, robada a los rayos solares por las moléculas del aire a través del mecanismo que estamos comentando.

Esto tiene como consecuencia que los astros cercanos al horizonte no solo se vean más tenues, sino que además adopten tonos anaranjados y rojizos. Resulta evidente cuando se observa a simple vista el Sol: a la puesta o salida del Sol no solo es frecuente que se pueda mirar sin dañarse, sino que se ve de un rojo o anaranjado muy intenso. Lo mismo ocurre con la Luna y, si se pone atención, también con otros objetos celestes menos intensos como estrellas brillantes o planetas.

Aerosoles: nubes y calimas

Pero el aire no solo contiene gases. Siempre hay una cierta cantidad de material no gaseoso en suspensión en la atmósfera, en forma de partículas pequeñas que reciben el nombre colectivo de aerosoles.

Las nubes mismas están hechas de aerosoles. En contra de lo que mucha gente piensa, las nubes no son de vapor de agua. El aire siempre contiene una cierta fracción de vapor de agua, es decir, agua en estado gaseoso que, mientras permanezca así, resulta invisible y no afecta casi nada a las observaciones astronómicas realizadas con los ojos (otra cosa es mediante técnicas avanzadas con instrumentos astronómicos complejos). Las nubes se forman cuando el vapor de agua se condensa en forma de gotitas líquidas minúsculas, o en pequeños cristales de hielo. Así es: hay nubes en parte líquidas y nubes en parte sólidas, pero no hay nubes totalmente gaseosas.

Es evidente que los aerosoles que forman las nubes resultan muy opacos a la luz visible, porque incluso las formaciones nubosas más tenues inducen una extinción muy considerable en la luz de las estrellas. En ciertas condiciones pueden dar lugar a espectáculos muy llamativos, como halos complejos, parhelios o paraselenios, pero suelen arruinar la diversión cuando el objetivo consiste en contemplar los astros.

Pero hay otros aerosoles en la atmósfera. Cerca de las costas es frecuente que haya bruma debida a aerosoles marinos: gotículas arrancadas del mar por la acción de los vientos. Estos aerosoles tienen composiciones químicas coherentes con lo que hay en el mar: agua, sales, gases disueltos y cierta cantidad de materia orgánica. Estas gotas son realmente minúsculas, con diámetros que rondan, en promedio, entre 30 y 40 nanómetros. Recordemos que un cabello humano puede tener un grosor 70 000 nanómetros o más, así que que harían falta varios miles de estas gotas para cubrir el ancho de un solo pelo.

En todo el mundo hay siempre cierta cantidad de polvo en suspensión, pero estos aerosoles sólidos abundan mucho más cuando las tormentas arrastran material de los desiertos y lo inyectan a la atmósfera. Estos episodios pueden producirse en cualquier lugar del globo que sea rico en polvo, pero destacan sobre todo en las extensiones desérticas del norte de África y de Asia central, con un predominio muy grande de los aerosoles procedentes del desierto del Sáhara, responsables, según algunos estudios, de más de la mitad del polvo en suspensión en todo el planeta. En cualquier momento puede haber varios miles de millones de toneladas de materia sólida flotando en la atmósfera terrestre en forma de aerosoles de origen terrestre.

Polvo de Sáhara alcanza el Caribe

Distribución de polvo sahariano sobre el Atlántico, hasta el mar Caribe, entre el 24 y el 28 de junio de 2018. Imagen de NASA Earth Observatory, Joshua Stevens y Lauren Dauphin, instrumento MODIS (NASA EOSDIS/LANCE y GIBS/Worldview).

En el caso del Sáhara, las tormentas secas en el interior de este desierto llegan a inyectar partículas de polvo a miles de metros de altitud, dos mil, seis mil metros, a veces más. Este polvo puede llegar a Europa en dos o tres días, pero también suele alcanzar otros continentes, como América, donde es frecuente encontrar polvo de origen sahariano desde el Caribe hasta la Amazonia. Este polvo traslada nutrientes y microorganismos, afecta al clima y las lluvias de diferentes maneras, a menudo complejas y contradictorias, pero, en lo que se refiere a lo que nos interesa ahora, resulta realmente molesto para la observación del cielo.

En efecto, los episodios de calima debidos a polvo sahariano incrementan la opacidad de la atmósfera hasta niveles insoportables. Curiosamente, la inyección de este polvo suele ir acompañada de una reducción considerable de la turbulencia, pero esa mejora en uno de los aspectos de la interacción de la luz con la atmósfera no compensa la pérdida de brillo, ni mucho menos. Entre los lugares del mundo idóneos para la observación astronómica avanzada, Canarias sufre la desventaja de ser el más afectado por este fenómeno, dada la frecuencia con que sobrevuelan las islas los aerosoles procedentes de los desiertos africanos.

Polvo del Sáhara en el Cantábrico

Inyección de polvo africano en el Atlántico entre Iberia y las islas Británicas, observado el 8 de abril de 2011 mediante el instrumento MERIS del satélite ENVISAT de la Agencia Espacial Europea (ESA). Las estructuras turbulentas verdosas que se aprecian al oeste y al norte de Iberia son fitoplancton en crecimiento. Curiosamente, los nutrientes acarreados por el polvo del desierto favorece el desarrollo de estos microorganismos marinos.

Nos encanta mirar las estrellas desde la playa, pero vemos que, en contra de lo que pudiera parecer, las costas no suelen ser los lugares ideales para practicar la astronomía, por los aerosoles marinos y por la poca altitud de tales lugares de observación. A lo que puede añadirse el exceso de contaminación lumínica en lugares turísticos. Los grandes observatorios emplazados en islas están ahí no por la cercanía al mar, sino por la gran altitud que alcanzan ciertas formaciones volcánicas.

Aun así, la astronomía cotidiana no tiene el más mínimo interés en obtener resultados científicos ni en extraer datos de alta calidad objetiva, sino que pretende contemplar la realidad de cada lugar tal y como es, entenderla y disfrutarla como espectáculo natural en sí mismo. Y, visto así, el cielo de cualquier lugar de la Tierra ofrece diversión y belleza, no a pesar de la turbulencia y la extinción, sino, en ocasiones, gracias a estos efectos que la astronomía profesional considera perturbaciones molestas. Ni las puestas de Sol serían de colores ni las estrellas titilarían en un mundo sin aire. En la playa o en la montaña, respiremos hondo y demos las gracias por el espectáculo, estético e intelectual, que nos brinda la interacción de la luz de los astros con nuestra atmósfera.

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