7. La luz que no queremos: contaminación lumínica y observación astronómica
Por Davíd Galadí Enríquez
A estas alturas de nuestro viaje astronómico hemos mirado al cielo nocturno de varias maneras distintas. A simple vista y con prismáticos. Para observar la Luna o para distinguir constelaciones, o incluso para recorrer la senda de la Vía Láctea. Si usted ha seguido los consejos de observación de esta guía, entonces no hay duda de que ya habrá tenido que enfrentarse a las enemigas públicas más importantes de la astronomía. En primer lugar, cómo no, están las nubes, siempre dispuestas a arruinar las observaciones en el momento más inoportuno. Pero en segundo lugar tenemos una molestia de origen artificial, una plaga que se extiende sin que parezca que haya manera de ponerle coto: la contaminación lumínica.
La primera víctima
La luz artificial que la humanidad introduce en el medio ambiente nocturno enciende el aire y lo hace brillar. Durante el día las estrellas siguen estando ahí (de hecho, no cuesta mucho observar las más brillantes de ellas con un telescopio), pero no se distinguen a simple vista porque la luz del Sol se esparce en la atmósfera, que adquiere así su resplandor azul habitual, y ese brillo enmascara las fuentes de luz débiles que hay detrás. De día vemos el Sol, a veces también la Luna, y en condiciones adecuadas puede llegar a observarse Venus a simple vista, pero nada más.
Durante la noche se da el mismo proceso. En noches con Luna llena cuesta distinguir los astros más débiles porque la luz de nuestro satélite también se esparce, como la del Sol durante el día. Aunque la Luna llena sea alrededor de medio millón de veces más débil que el Sol, su brillo suele bastar para desenvolverse bien en un entorno nocturno. Si se toma una fotografía con tiempo de integración largo de un paisaje bañado por la Luna llena, el resultado puede resultar muy sorprendente porque, si se acumula luz durante bastante rato, el panorama adquiere en la foto el mismo aspecto que durante el día, con los mismos colores, ¡incluso el cielo alumbrado por la Luna resulta ser azul celeste! (véase la figura 3).
Por supuesto, los gases atmosféricos no entienden del origen de los fotones y esparcen por igual los que vienen del Sol y los reflejados por la Luna, o los procedentes de las farolas por la noche. Cada fuente de luz artificial se convierte así en una fuente de contaminación, y el efecto acumulado de todas las instalaciones que llenan calles y plazas suele bastar para anular la luz de las estrellas.
Por supuesto, los primeros que desaparecen de la vista son los astros más débiles y los objetos más difusos. Por eso la primera víctima de la contaminación lumínica suele ser la Vía Láctea. Empieza a ser difícil encontrar lugares donde contemplar este rasgo del firmamento que acompañó a la humanidad desde siempre, y es posible que usted haya tenido en la contaminación lumínica el inconveniente principal para poner en práctica el paseo propuesto en el capítulo anterior de esta guía.
Nuestros ancestros veían la Vía Láctea cada noche sin Luna, incluso desde el centro de las ciudades, pero durante la mayor parte de la historia humana se ignoraba qué es esa banda de luz borrosa que atraviesa el cielo. Ahora que ya, por fin, sabemos con certeza qué es, resulta que la vida moderna nos la oculta. Es más fácil ver la Vía Láctea artificial de un planetario que disfrutar la real en vivo y en directo.
La luz artificial como agente contaminante
El consenso científico actual reconoce que la luz artificial de noche se comporta como un agente contaminante y se suele definir la contaminación lumínica como la «introducción artificial de luz en un medio natural intrínsecamente oscuro». Por supuesto, esta definición tan general incluye la noche al aire libre como el más importante de esos medios intrínsecamente oscuros. La conclusión es ineludible: cualquier punto de luz que se encienda de noche al aire libre provoca una perturbación en el entorno.
Cuando se considera el alumbrado como fuente de contaminación hay que prestar atención por separado a distintos factores relevantes: la dirección hacia la que se envía la luz, la intensidad con la que se ilumina y el color de la luz.
No cuesta entender la importancia de la dirección en la que se ilumina. Lo normal es que las instalaciones de alumbrado se coloquen para prestar servicio a un área determinada. Por tanto, si la luz producida cubre un área más extensa cabría plantearse cómo afecta en esa zona donde no era necesario iluminar. Este es el concepto de luz intrusa y lo experimentan muchas personas que ven sus viviendas invadidas por luz del exterior en verano, cuando hay que dormir (o intentarlo) con las ventanas abiertas.
Pero aún más relevante para el tema que nos ocupa es la luz que se emite directamente hacia arriba, hacia el cielo, por encima del plano horizontal. Solo caben dos posibilidades para estos fotones: o bien se pierden en el espacio, o bien se esparcen por la atmósfera y contribuyen al resplandor artificial del cielo nocturno. Eso sí, en cualquier caso su producción nos cuesta el dinero. La luz inyectada directamente en la atmósfera representa un efecto casi global, porque alcanza cientos de quilómetros de distancia.
La intensidad de la luz empleada para iluminar de noche tiene una importancia evidente cuando se trata de valorar la contaminación lumínica. En el mundo mediterráneo impera una cultura de la luz que favorece el uso de intensidades de alumbrado muy, muy excesivas. Es necesario fomentar un cambio cultural que tienda a moderar las intensidades y así reducir la contaminación lumínica, sin que ello signifique que las instalaciones de alumbrado dejen de cumplir su función. Además, al atenuar la intensidad se debilita también la luz reflejada hacia el cielo por las superficies iluminadas.
Ya hemos comentado antes que el cielo de día es azul, pero que también lo es de noche cuando brilla la Luna. En efecto, la atmósfera muestra una preferencia muy marcada por esparcir la luz de tonos azules. Este hecho guarda relación con el fenómeno físico conocido como esparcimiento de Rayleigh. Por eso se entiende que la luz artificial más azulada (o la blanca con mayor contenido de azul) se esparcirá más que la de tonos rojizos o dorados. Se deduce de aquí que el color de la luz es de gran importancia a la hora de controlar los niveles de contaminación lumínica y conviene recurrir, siempre que sea posible, a fuentes de luz cálida. Sucede además que, como veremos más adelante, la luz azul es también la más perjudicial para los ecosistemas nocturnos y la que posee más capacidad para perturbar el descanso de las personas.
Mucho más allá de la astronomía: ecosistemas y salud humana
Estamos tratando la luz artificial porque perturba nuestro objetivo en esta guía de iniciación: observar el cielo. Pero la contaminación lumínica supone un problema ambiental mucho más amplio y al que se suele dar una importancia muy inferior a la que en realidad tiene. En este campo está aún pendiente una «revolución cultural» parecida a las que ya han sucedido con la contaminación acústica o la gestión del agua.
En nuestras culturas mediterráneas e hispánicas hemos vivido tradicionalmente en un océano de ruido y creíamos que eso era lo normal. Pero los avances en medicina, salud del sueño y el estudio del medio ambiente han hecho que por fin en los países de habla hispana se empiece a tratar el ruido como un contaminante más, e incluso hay países con normativas que establecen límites admisibles de ruido en distintas zonas.
Con la gestión del agua sucede algo parecido. A ningún municipio en su sano juicio se le ocurriría hoy día instalar fuentes que arrojen agua potable veinticuatro horas al día, y eso es así porque la población ha asimilado el valor del agua potable como un recurso escaso y valioso.
El desafío ahora consiste en valorar de un modo parecido la oscuridad natural de la noche. Y para ello es fundamental que la población comprenda que no estamos ante un problema tan solo astronómico. De hecho, la contaminación ni siquiera es un problema principalmente astronómico, sino que presenta otras dimensiones mucho más amplias.
La biosfera ha evolucionado en la Tierra durante miles de millones de años sometida a los ciclos de noche y día en alternancia estricta. Pero desde hace unas décadas estos ciclos empiezan a atenuarse, o incluso a desaparecer, por la introducción de luz artificial en los ecosistemas durante la noche.
Todas las líneas de investigación actuales identifican la contaminación lumínica ecológica como una de las dimensiones más graves de este problema. Los efectos de la luz artificial nocturna sobre el medio natural abarcan la floración y el crecimiento de ciertas plantas pero, sobre todo, la actividad reproductora de vertebrados e invertebrados, así como la relación predador-presa. También se aprecian efectos sobre aves migratorias, la mayor parte de las cuales vuelan de noche y se orientan gracias a las estrellas y la Luna.
En lo que se refiere a los insectos, hay que insistir en que la mayor parte son de costumbres nocturnas. Su actividad polinizadora nocturna se ve muy alterada por la luz artificial, por no hablar de sus costumbres reproductivas, y su situación cerca de la base de la cadena trófica provoca toda una serie de efectos en sus poblaciones y en las de sus depredadores. Como todo el mundo sabe, los insectos se ven mucho más perturbados por la luz azul y violeta que por la de tonos cálidos.
Los ritmos circadianos humanos se regulan de acuerdo con diferentes estímulos, entre los cuales desempeña un papel central la alternancia entre la noche y el día. Se ha demostrado que la luz azul y violeta (con longitud de onda por debajo de 500 nanómetros) es clave en este mecanismo. La oscuridad natural de la noche (ausencia de luz azul en el ambiente) desencadena la secreción de melatonina, la hormona que prepara el cuerpo para el descanso nocturno. Si se inhibe la producción de melatonina se produce cronodisrupción, con toda una serie de consecuencias para el organismo desde efectos leves hasta otros potencialmente muy serios.
Contaminación lumínica y astronomía
Pero volvamos al asunto que nos trajo aquí desde el principio: cómo afecta la luz artificial a la visión del firmamento.
La interacción de la luz con la atmósfera se produce a través de mecanismos que operan incluso en el caso de que el aire esté totalmente limpio, o sea, con gases puros. No es correcta la idea de que el resplandor artificial del cielo se debe a la interacción de la luz con aerosoles, partículas en suspensión u otros agentes contaminantes. El cielo brilla incluso en condiciones de limpieza y trasparencia óptimas.
Este resplandor difuso causado por la luz artificial es quizá el efecto más conocido de la contaminación lumínica y dificulta la observación del firmamento por un puro efecto de contraste. Si bajo un cielo con oscuridad natural podrían llegar a distinguirse, como mínimo, mil quinientas estrellas, desde el interior de cualquier población hoy día es bastante normal que solo se vea una decena o incluso menos.
La desaparición de las estrellas tiene implicaciones más allá de la ciencia y constituye una pérdida cultural. La relación de la cultura popular con la astronomía es patente desde tiempos prehistóricos y la pérdida del contacto con el firmamento causa la desconexión de las generaciones nuevas con las tradiciones rurales y populares vinculadas al cielo, la Luna, las estrellas y el cambio de las estaciones del año.
Hay que insistir en que el cielo nocturno es una parte más del paisaje natural. De hecho, el firmamento es nada más y nada menos que la mitad de ese paisaje. Su disfrute forma parte del espectáculo de la naturaleza pura e inalterada, que también es susceptible de aprovechamiento económico a través del turismo respetuoso con el medio. Las regiones del mundo que disfrutan de cielos de calidad excelente harían bien en proteger y cuidar ese recurso.
El brillo del cielo
Si vamos a dedicarnos, aunque sea solo de manera ocasional, a contemplar las estrellas, entonces la contaminación lumínica será nuestra compañera inseparable y conviene familiarizarse con ella tanto como con las propias estrellas. Si el cielo adquiere un resplandor artificial molesto, ¿qué podemos hacer para valorarlo, para estimar la intensidad de esa molestia y así distinguir los cielos de calidad de los más contaminados en el interior de los núcleos urbanos?
Se usa para este fin un sistema derivado del método de las magnitudes estelares, que se explicó en el capítulo 3, para clasificar las estrellas según su brillo aparente. El sistema astronómico consiste en lo siguiente: se especifica el tamaño de un trocito del cielo muy pequeñito y se considera qué brillo aparente tendría, medido en magnitudes, si toda la luz de ese trocito correspondiera a una estrella.
La idea, así de entrada, no parece mala. Así que ahondemos un poco más en los detalles. Es costumbre universal en astronomía tomar como referencia para medir el brillo del cielo un trocito minúsculo, un cuadradito que mida un segundo de arco de lado.
Podemos hacernos una idea de lo minúsculo que es este trozo de cielo si recordamos el truco que ya hemos explicado varias veces a lo largo de esta guía, y que consiste en sostener una regla graduada en centímetros a una distancia de unos 60 centímetros del ojo, que viene a ser la longitud habitual de un brazo. En esas condiciones, como hemos dicho, un centímetro abarca un grado sobre el cielo. Pues bien, en cada grado hay sesenta minutos de arco, de modo que en un cuadrado de cielo de un grado por un grado hay 60×60 = 3600 minutos de arco cuadrados.
Pero eso no es nada. Todavía queda dividir cada uno de esos minúsculos 3600 cuadraditos en otros 3600 más, para llegar a un cuadrado de un segundo de arco por un segundo de arco. En efecto, dentro de un grado cuadrado caben nada menos que 3600 × 3600 segundos de arco cuadrados, casi trece millones de estas piezas.
Elegir trocitos tan pequeñitos tiene sentido en astronomía profesional, donde se trabaja con imágenes de gran resolución. Pero se entiende con mucha facilidad que, por muy contaminado que esté el cielo con luz artificial, un fragmento tan minúsculo de firmamento sumará, incluso en el peor de los casos, una cantidad de luz correspondiente a una estrella muy débil. Recordemos del capítulo 3 que las estrellas más brillantes del cielo se clasifican como de primera magnitud, mientras que las más débiles que se pueden captar a simple vista son de sexta magnitud. Unos prismáticos permiten llegar con facilidad hasta astros más débiles, en las magnitudes 8 y 9. Pues bien, un trozo de un segundo de arco cuadrado de un cielo bastante malo puede tener un brillo equivalente al de una estrella debilísima, de magnitud 17.
Como se aprecia en la tabla adjunta, en un cielo realmente oscuro, óptimo, un segundo de arco cuadrado brillaría tanto como una estrella de magnitud 22, nada menos. Pero en los peores cielos, los que están tan sucios que solo se ven las estrellas de magnitud primera, o ni siquiera, el mismo trozo de cielo equivale a una estrella de magnitud 13.
Esto no quiere decir que el efecto sea despreciable, ni muchísimo menos. Solo implica que se está tomando como referencia un fragmento minúsculo del cielo, en el que entra muy poca luz. Aunque un segundo de arco cuadrado puede venir bien para estudios profesionales, podría resultar más adecuado adoptar una escala diferente para la gente de la calle, para quienes tienen interés por el disfrute del cielo a simple vista.
Se podría discutir mucho qué fragmento del cielo podría servir para este fin. Los estudios de agudeza visual indican que una vista humana perfecta tiene el límite absoluto de capacidad para distinguir detalles en el entorno de un minuto de arco, o sea, la sesentaava parte de un grado. Esta agudeza visual la disfrutan las personas dotadas de mejor vista y suele degradarse cuando hay algún defecto óptico (miopía, hipermetropía, astigmatismo) y, por supuesto, como casi todo, tiende a empeorar con la edad.
Este límite de un minuto de arco puede ser razonable, si se tiene en cuenta que los cráteres lunares más grandes cubren más o menos ese tamaño, que ese es también el tamaño aparente del disco del planeta Júpiter, o que son de ese orden las dimensiones de la lúnula del planeta Venus en condiciones adecuadas. Y ninguno de estos detalles se ha llegado a ver sin telescopio jamás. Por eso vamos a adoptar este «elemento de resolución» conservador, de un minuto de arco, y vamos a plantearnos qué brillo aparente tendría un trozo de cielo de un minuto de arco cuadrado, si su luz se acumulara en una sola fuente puntual, en una estrella.
Al hacer un par de números se deduce que un minuto de arco cuadrado resulta 8.89 magnitudes, casi nueve magnitudes, más brillante que un segundo de arco cuadrado. Recordemos que la escala de magnitudes está invertida, es decir, que las cosas más brillantes tienen menor magnitud. Entonces, volviendo a los ejemplos anteriores, resulta que un cielo muy oscuro, de 22 magnitudes en un segundo de arco cuadrado, correspondería a unas 13 magnitudes en un minuto de arco cuadrado. Un cielo del todo nefasto de 13 magnitudes en un segundo de arco cuadrado corresponde a magnitud 4 si se toma un minuto de arco cuadrado. Ahora sí empieza a quedar claro que los brillos artificiales del cielo que estamos manejando constituyen un problema real para la observación.
Quizá se esté usted preguntando qué brillo superficial tiene la propia Vía Láctea. Por supuesto, depende de la zona que se observe de esa banda nebulosa, pero en general un trozo de Vía Láctea de un segundo de arco cuadrado viene a brillar 21 magnitudes, lo que correspondería a 12 magnitudes en un minuto de arco cuadrado. Este viene a ser también el brillo superficial de las partes más destacadas de la luz zodiacal.
Cielos buenos, cielos malos
A la vista de todo lo anterior podríamos plantearnos una clasificación de la calidad del cielo dependiendo de los niveles de contaminación lumínica. Lo que se ha tratado hasta ahora indica que dar el brillo de un trozo de cielo, sea de un segundo de arco cuadrado o de un minuto de arco cuadrado, podría caracterizar el nivel de contaminación lumínica. Pero sucede que el brillo del cielo depende mucho de la altura sobre el horizonte a la que se observe. Lo normal es que el cenit, el punto situado justo en la vertical del observatorio, sea la dirección en la que el cielo se ve más oscuro. A partir de ahí el cielo se abrillanta a medida que nos acercamos al horizonte, a la vez que aparecen heterogeneidades causadas por los posibles «globos de luz» debidos a poblaciones cercanas, que pueden manifestarse más en unas direcciones que en otras. Describir el brillo del firmamento resulta un desafío en estas condiciones y no se puede lograr con un solo número. De todos modos, es muy habitual dar el brillo del firmamento en el cenit, pero hay que tener siempre presente que ese suele ser el dato mejor para cualquier lugar de observación, y que la calidad real del cielo, en términos de brillo artificial, siempre será peor (poco o mucho) que ese número. Es costumbre especificar el brillo del cielo en el cenit de acuerdo con la escala comentada antes, la magnitud que correspondería a una estrella que emitiera toda la luz contenida en un trozo de cielo igual a un cuadrado de un segundo de arco por un segundo de arco: la magnitud de un segundo de arco cuadrado.
Pero está claro que la calidad del cielo, en sentido general, no puede describirse tan solo mediante el brillo (sea natural o artificial) de un trozo del firmamento. Al fin y al cabo lo que nos interesa es observar las estrellas, y para ese fin convendría valorar todos los factores que afectan a la visión. Es verdad que el brillo del cielo reduce el número de estrellas visibles, pero también hace lo mismo el propio aire y las posibles partículas que lleve en suspensión (aerosoles), por lo que también nos interesaría evaluar la trasparencia de la atmósfera.
La trasparencia atmosférica es un parámetro muy variable y difícil de medir. Como con el brillo del cielo, sucede que la trasparencia se deteriora muchísimo a medida que se observa más cerca del horizonte. Dicho de otro modo, tanto en términos de brillo como de trasparencia, el cenit es siempre el punto del cielo de más calidad.
Podríamos plantearnos una medida combinada que tuviera en cuenta a la vez el brillo artificial del cielo y la trasparencia del aire, y que arrojara como resultado, por ejemplo, la magnitud de las estrellas más débiles visibles o, mejor aún, el número de estrellas que podrían llegar a distinguirse con una vista normal. Aunque la idea parezca sencilla resulta muy difícil de aplicar. Por eso en este artículo introductorio nos limitamos a una descripción aproximada y genérica.
Lo primero que hay que advertir es que adoptamos un nivel de trasparencia promedio, característico de un lugar de observación bueno, aunque no de primer nivel mundial. A menudo se menosprecia la importancia de este factor. Por ejemplo, cunde la opinión popular de que el cielo en las playas y costas es muy bueno, pero esto no suele ser verdad porque los aerosoles marinos reducen mucho, siempre, la trasparencia del aire. El origen de esta creencia está en que los lugares con costa suelen tener (aunque no siempre) menos luz artificial que las ciudades. Por lo menos siempre falta la mitad de la población que correspondería a la zona ocupada por el agua. Por eso hay menos luz y la observación casual, realizada por alguien que quizá proceda de una gran ciudad del interior, resulta más satisfactoria que la cotidiana: «se ven más estrellas». Pero no lo dudemos: las mejores condiciones de observación astronómica no suelen corresponder a la costa, sino a zonas del interior, alejadas de los aerosoles marinos y, siempre que sea posible, situadas a una buena altitud que reduzca el grosor de la atmósfera a través de la cual se mira.
Pero queda el parámetro que nos ocupa en este artículo, la luz artificial. Supuesto un cierto nivel de trasparencia, podríamos plantearnos qué magnitud tienen las estrellas más débiles que pueden llegar a observarse con una vista normal dependiendo del brillo del firmamento. El problema no es nada sencillo de resolver y hay estudios muy sesudos dedicados a tratarlo. Al nivel adecuado a esta guía de inicio se pueden admitir varias aproximaciones que llevan a los resultados que constan en la tabla adjunta.
Hoy día circula por ahí una clasificación de la calidad del cielo de acuerdo con la «escala de Bortle». Esta escala cubre nueve intervalos que van desde la clase 1 hasta la 9. El primer número corresponde a un cielo inverosímilmente bueno, nunca visto y propio no ya de observatorios de gran calidad, sino de la ciencia ficción pura, y que el propio Bortle y sus partidarios describen en términos que causan escepticismo, si no hilaridad, cuando hablan de percibir a simple vista estrellas de magnitudes superiores a siete y medio, incluso ocho. La clase 9 de Bortle correspondería a un cielo extremadamente brillante y es fácil estar de acuerdo en que los ejemplos de este caso sí que abundan y no son, para nada, mitos de la ciencia ficción.
Hay debates encendidos sobre cuál es el límite más débil de magnitud distinguible por el ojo humano. En el capítulo 3 hemos dado por supuesta la convención habitual de que el límite verdadero se encuentra en la magnitud seis. No se puede descartar que bajo cielos muy buenos haya personas de vista excelente que lleguen más allá, quizá a magnitud seis y medio. La idea de que haya personas que alcanzan la magnitud siete hace levantar las cejas y causa un escepticismo más que justificado, y nos recuerda una situación frecuentísima en la afición por la astronomía observacional: el fanfarroneo de quienes presumen de tener una vista excelente. No hay que olvidar que aquí estamos escribiendo para personas promedio situadas en cielos normales y que, por tanto, si algún día o noche alguien nos dice que en cierta ocasión llegó a ver estrellas de magnitud siete lo que procede es disparar las alarmas escépticas en primer lugar, y felicitar al sujeto con discreción procurando cambiar de tema. El límite de magnitud ocho de la clase 1 de Bortle es fisiológicamente inverosímil y absolutamente irreal en la práctica, y ha recibido críticas muy fuertes y merecidísimas.
Este texto se acompaña de una tabla elaborada en el supuesto de una trasparencia atmosférica media. La experiencia demuestra que estos datos ofrecen una guía razonable y práctica para seres no sobrehumanos que observen desde el planeta Tierra. Los datos presentan el brillo del cielo hacia una altura intermedia sobre el horizonte, dado en términos de la magnitud correspondiente a un segundo de arco cuadrado y, también, de la magnitud aparente de un trozo de un minuto de arco cuadrado. A través de un modelo, y supuesta cierta trasparencia media, se deduce la magnitud de las estrellas más débiles que pueden distinguirse a simple vista. Otra columna ofrece una aproximación al número de estrellas que podrían llegar a verse, en total, hasta ese límite de brillo en todo un hemisferio del cielo. Hay que tener en cuenta que estas estimaciones simplificadas son, por fuerza, aproximadas, porque dependen de qué partes del firmamento estén realmente a la vista, porque no todas las regiones del espacio son igual de ricas y las irregularidades se acentúan a medida que nos movemos hacia astros más brillantes. Una última columna comenta los datos de manera cualitativa.
La contaminación lumínica es un mal moderno, una molestia que no nos merecemos, una pesadilla que aleja a la población general del contacto cotidiano con el cielo, una perturbación de la naturaleza que destruye parte del patrimonio natural, que afecta a los ecosistemas y que nos roba la salud y el sueño. Por desgracia, no tendremos más remedio que volver a ella a lo largo de esta guía de iniciación. Pero, aparte de vivirla, por no decir padecerla, también es posible hacer algo por combatirla o, al menos, diagnosticarla. Hay movimientos de activistas que se dedican a estos fines y también se dispone de proyectos de ciencia ciudadana, como Vigilantes de la Noche, de gran interés como recurso didáctico, como instrumento de diagnóstico o para la divulgación y la concienciación. En ningún problema medioambiental es más cierto que en contaminación lumínica el viejo adagio de que este mal se genera localmente pero se padece globalmente: pasemos a la acción.
Bibliografía y recursos
Cel Fosc, Asociación contra la Contaminación Lumínica
Red Española de Estudios sobre la Contaminación Lumínica (REECL)
Vigilantes de la Noche (ciencia ciudadana y aplicación didáctica). Un proyecto para la medida del brillo del cielo accesible a todo el mundo. A diferencia de otras iniciativas, Vigilantes de la Noche ofrece una aplicación utilizable en todo el mundo y que lleva a medir el brillo en el entorno del cenit, con lo que arroja datos más homogéneos.
Emilio J. Sánchez Barceló, Hicimos la luz… y perdimos la noche, Ediciones Universidad de Cantabria. Libro que trata sobre contaminación lumínica con una atención especial a sus efectos ambientales y sobre la salud humana.
Unidad didáctica para enseñanza primaria y secundaria sobre contaminación lumínica
Mapa de calidad del cielo nocturno de la Junta de Andalucía, QSkyMap