6. La Vía Láctea: disfruta el cielo nocturno con prismáticos
Por David Galadí Enríquez
El cielo está lleno de estrellas. Hoy día sabemos que no son farolillos colgados de una superficie negra sólida, sino que se trata de esferas de gas autogravitantes que emiten luz porque radian al espacio la energía que liberan en su interior mediante reacciones de fusión nuclear.
Incluso la observación más descuidada muestra que hay estrellas de brillos aparentes muy diversos. Cuando se descubrió que las estrellas no están pegadas al telón negro del fondo del cielo, sino que se encuentran a distancias muy variadas del Sol, quedó también claro que las más lejanas tienen que aparecer más débiles. Es verdad que las estrellas cubren un abanico muy amplio de brillos intrínsecos, pero, en todos los casos, al crecer la lejanía los brillos aparentes se tienen que atenuar hasta llegar a un punto en el que incluso los astros gigantes más luminosos se tornen imperceptibles para la vista humana.
En el capítulo 3 de esta serie explicamos que las estrellas accesibles a la vista sin ayuda óptica se clasifican entre las magnitudes primera (para las más brillantes) y sexta (para las más débiles). Decíamos entonces que no es difícil alcanzar hasta la magnitud octava si se utiliza un recurso tan sencillo como unos prismáticos.
Pero la diversidad de brillos no es el único rasgo evidente de las estrellas que llenan el cielo de las noches terrestres. Salta también a la vista que se distribuyen sobre el firmamento de una manera muy caprichosa. Tanto, que de entrada podría parecer aleatoria. Sin embargo, al contemplar con calma el paisaje del cielo estrellado empiezan a surgir algunos rasgos de orden. En parte ese orden viene impuesto por la mente humana, que muestra una gran habilidad para formar y reconocer patrones en conjuntos aleatorios de puntos. Este es el motivo principal por el que reconocemos las zonas celestes llamadas constelaciones (tratadas, también, en el capítulo 3). Pero también existe un cierto orden que no depende de nuestra capacidad para imponer patrones sobre el caos.
Orden en el caos: grupos de estrellas y la Vía Láctea
Por ejemplo, es bien sabido que algunos grupos de estrellas no son meras alineaciones caprichosas aleatorias, sino que tienen que ver con colectivos reales de astros. Los mejores ejemplos quizá los ofrezcan los grupos de estrellas conocidos como las Pléyades (o Siete Cabrillas) y las Híades, ambas en la constelación de Tauro. Muchas de las estrellas de la Osa Mayor también guardan relación física entre ellas. Pero sí es cierto que la inmensa mayoría de constelaciones y asterismos son formas debidas al puro azar.
Pero, por encima de todo, en el firmamento nocturno destaca un rasgo ordenado, sistemático, fijo y muy llamativo. Cuando se observa desde lugares muy oscuros se ve en el cielo una banda de resplandor difuso que recorre todo el firmamento. Esta banda se conoce, por supuesto, desde el comienzo de los tiempos y recibe el nombre de Vía Láctea.
La Vía Láctea abarca el cielo a lo largo de todo un círculo máximo que es casi perpendicular al ecuador celeste. Muestra una forma grumosa y hasta cierto punto irregular, con bordes indefinidos pero complejos, y con interrupciones, cortes y manchas oscuras aquí y allá, a la vez que zonas donde su brillo se concentra más. Todos estos rasgos son absolutamente fijos.
Por supuesto, para contemplar bien la Vía Láctea hace falta un cielo muy oscuro, algo que no resulta nada fácil de conseguir en el mundo actual. Pero ha habido cielos muy oscuros, incluso en el centro de las ciudades, durante casi toda la historia de la humanidad, hasta entrado el siglo XX. Por eso la Vía Láctea es un rasgo del firmamento conocido y observado por muchísimas personas, de todas las culturas, a lo largo y ancho del planeta. Cada civilización tenía sus propios mitos y leyendas al respecto, pero sorprende la escasez de interpretaciones de carácter físico o científico, incluso a partir del empirismo inaugurado en Occidente por los griegos. En efecto, la astronomía occidental se centró sobre todo en seguir y explicar los movimientos aparentes de los planetas y le concedía una importancia secundaria a las estrellas, tomadas como poco más que el telón de fondo que servía como referencia para marcar el camino de los astros errantes. Y, en lo que a la Vía Láctea se refiere, la falta de explicaciones o interpretaciones físicas y racionales resulta muy llamativa.
Miríadas de estrellas
Quizá por eso fue tan grande el impacto que recibió Galileo Galilei cuando, en 1609, apuntó su telescopio rudimentario hacia la Vía Láctea y descubrió que está hecha de estrellas. Astros diminutos, puntitos de brillos aparentes muchísimo más allá del límite de sensibilidad del ojo humano sin instrumentos, pero que, de manera conjunta, generan un resplandor difuso que sí alcanzamos a ver.
Este descubrimiento dejó claro en una sola noche de observación cuál es la naturaleza de la Vía Láctea, pero planteaba un misterio quizá más desconcertante: ¿por qué las estrellas débiles tienden a agruparse hacia el círculo máximo trazado por esta banda difusa? ¿No deberían estar repartidas por todo el firmamento?
En la interpretación de este hecho resulta clave lo que hemos comentado antes: sabemos ahora algo que Galileo ignoraba, que las estrellas se encuentran a distancias muy variadas de la Tierra y que eso hace muy probable que la mayoría de las estrellas más débiles sean, también, las más alejadas.
Interpretemos, entonces, lo que implica que los astros débiles, es decir, lejanos, se acumulen sobre una banda en el cielo. Cuando se dirige la mirada en direcciones apartadas de esa banda casi no se ven estrellas débiles de fondo y el cielo se muestra negro tanto a simple vista como con instrumentos. Eso significa que las estrellas que nos rodean no se extienden hasta muy lejos en esas direcciones. Pero el contraste con lo que se aprecia en las direcciones que apuntan hacia la banda lechosa de la Vía Láctea es enorme y esto solo puede significar que en todo el plano que marca la línea central de simetría de este rasgo celeste tiene que haber estrellas hasta distancias inmensas.
La conclusión es ineludible y ya la formularon en el siglo XVIII personajes tan creativos como el extravagante inglés Thomas Wright o el gran filósofo prusiano Immanuel Kant: el Sol forma parte de una gran estructura aplanada, un disco enorme hecho de estrellas que se extiende hasta distancias inconcebibles, pero que presenta un grosor más bien escaso comparado con su diámetro. Solo así se puede explicar el contraste tan grande que se aprecia entre la abundancia de estrellas débiles en la Vía Láctea y su escasez en la dirección perpendicular. Esta estructura lenticular o plana, una verdadera tortilla hecha de estrellas, recibe el nombre de Galaxia.
El astrónomo germanobritánico Wilhelm Herschel intentó años después levantar un mapa tridimensional de la Galaxia. Para ello procedió a contar la densidad de estrellas débiles en muchas direcciones sobre el cielo, con la esperanza de que el recuento ofreciera una buena medida de hasta qué distancias se extiende la Galaxia en esa línea de visión. En su trabajo, Herschel se basó en dos suposiciones de partida, ambas erróneas. La primera consistía en que todas las estrellas son aproximadamente iguales en brillo intrínseco. Esta hipótesis, aunque equivocada, no introduce errores en las conclusiones generales si se admite que la distribución de brillos de las estrellas (cuántas hay de cada luminosidad intrínseca) es la misma con independencia de la dirección de observación. Pero su segunda hipótesis resultaba letal, porque implicaba que el espacio interestelar es trasparente. Y nada más lejos de la realidad.
El espacio entre las estrellas está repleto de gas y polvo absorbente que, además, se distribuye según un patrón grumoso poco o nada uniforme, y es la absorción debida a este polvo, más que la distancia hasta el borde de la Galaxia, lo que limita la cantidad de estrellas débiles que se aprecian en cada zona de la Vía Láctea.
Aun así, las observaciones de Herschel resultaban compatibles con las propuestas de Wright y Kant: vivimos en una Galaxia con forma de rueda aplanada. Pero hubo que esperar siglos hasta aclarar su estructura verdadera, sus dimensiones y el lugar que el Sol ocupa en su seno.
Una rueda de luz
En la actualidad se dispone de un cuadro bastante detallado de la estructura de la Galaxia y sus dimensiones. El disco kantiano tiene un diámetro aproximado de 80 000 años-luz y el Sol se encuentra en su interior y a unos 27 000 años-luz del centro.
El disco galáctico tiene incrustada en su parte central una especie de nube casi esférica de estrellas llamada bulbo y que mide varios cientos de años-luz de diámetro. El esquema general admite la comparación con un huevo frito: la clara vendría a ser el disco galáctico mientras que la yema, bien centrada, representaría el bulbo. El conjunto se completa con una nube adicional, mucho más grande y difusa, formada por estrellas y cúmulos globulares que conforman el halo galáctico y que rodea tanto el disco como el bulbo.
Esta estructura se combina con la posición que el Sol ocupa dentro de ella para componer el panorama visual que contemplamos desde la Tierra. Resulta muy ilustrativo seguir la Vía Láctea por el cielo y tratar de reconocer en sus rasgos algunas de las piezas que conforman la Galaxia. Esto puede hacerse a simple vista, pero, como lo demuestra el ejemplo de Galileo Galilei, la experiencia mejora muchísimo si se utiliza alguna ayuda óptica, por sencilla que esta sea, y el instrumento de observación más simple son los prismáticos. Así que ha llegado el momento de dar el primer paso en la exploración del cielo con instrumentos ópticos: vamos a explorar nuestra Galaxia con unos binoculares. Pero, para ello, primero hay que elegir unos prismáticos que sean útiles para astronomía.
Prismáticos para astronomía
Cualquier ayuda óptica altera por completo, para mejor, la visión del cielo nocturno, y muchas personas con experiencia en el mundo de la afición insisten en que el uso de los prismáticos es la mejor manera de iniciarse en esta aventura.
Los prismáticos o binoculares consisten en un par de telescopios idénticos sujetos entre sí de manera que se mantengan paralelos y que sea posible ajustar la separación entre ellos, para hacer coincidir la distancia entre las lentes de salida con la distancia interpupilar de quien observe, y que puede variar mucho de una persona a otra. El nombre de binoculares hace referencia a que se usan a la vez con los dos ojos, mientras que la denominación prismáticos se debe a que todos estos aparatos incluyen en el interior unos sistemas de prismas de vidrio que hacen que las imágenes se vean derechas, es decir, con la parte de arriba del paisaje situada arriba en la imagen, y con la izquierda del paisaje en el lado izquierdo de lo que se ve a través del instrumento.
Si un par de prismáticos es poco más que dos telescopios juntos, es obvio que se le aplican todos los contenidos que incorporaremos más tarde a esta guía de iniciación acerca de este tipo de aparatos. Pero estamos empezando nuestras aventuras con la óptica, así que por ahora nos vamos a limitar a lo más básico. ¿En qué hay que fijarse para elegir unos prismáticos útiles para ver el cielo?
Al nivel más elemental podemos pensar en cada uno de los telescopios que conforman los prismáticos como en un «embudo de recoger luz». Las lentes frontales reciben la luz de las estrellas y el sistema óptico estrecha el haz para que entre completo en la pupila del ojo. Por motivos en los que no entraremos ahora, es inevitable que ese proceso de concentración de la luz implique también que las imágenes se vean ampliadas, es decir, al asomarnos a los prismáticos lo vemos todo con cierto aumento.
La primera advertencia que hay que hacer es que hay que huir de la idea de que los aumentos son buenos, y que cuantos más mejor. Esto no es así casi nunca en astronomía y, en especial, jamás es cierto para unos prismáticos. Lo que nos interesa ahora no es que las cosas se vean muy grandes, sino que se vean más brillantes, y para esto no son los aumentos lo que cuenta, sino el grosor de los dos «tubos» de luz: el que entra y el que sale de los prismáticos.
Es fácil entender que cuanto más grueso sea el caudal de luz que captan los prismáticos, más posibilidades habrá de que brinden imágenes más brillantes. Y claro, solo hay un modo de agrandar ese caudal de luz: elegir un aparato con la «boca ancha» del embudo lo más grande posible, o sea, unos prismáticos con lentes frontales cuanto más grandes mejor. Valoramos este aspecto con el concepto de abertura, que no es más que el diámetro útil de las lentes frontales u objetivos. La abertura se suele dar en milímetros.
En cuanto al grosor del «tubo» de luz que sale por atrás, lo ideal es que coincida exactamente con el diámetro de la pupila del ojo cuando esta se halla dilatada tras la adaptación a la oscuridad. Esto funciona así: si el caudal de luz que sale de los prismáticos es más estrecho que la pupila del ojo, entonces las imágenes que se perciben no serán todo lo brillantes que podrían aparecer. Pero también es cierto que si el chorro luminoso resulta más ancho que la pupila del ojo, entonces tampoco se aprovecha toda la luz y, de nuevo, las imágenes no son óptimas en cuanto a brillo. El diámetro del chorro de luz proyectado por el aparato se llama pupila de salida y este es el parámetro fundamental que debemos optimizar, y no en el sentido de hacerlo mayor o menor, sino en el de lograr que coincida con la pupila del ojo.
Vale, pero ¿cuánto mide la pupila del ojo? Pues depende. Por supuesto, depende de las condiciones de adaptación a la oscuridad. Pero supongamos que vamos a usar los prismáticos de noche tras haber pasado un rato de adaptación suficiente como para que la pupila del ojo esté lo más dilatada posible. Pues incluso en esas condiciones hay diferencias entre unas personas y otras, y estas diferencias suelen depender de la edad. Las personas jóvenes pueden tener pupilas de hasta 7 milímetros de diámetro, mientras que con la edad este valor se reduce y puede descender hasta unos 5 milímetros. En las ópticas profesionales se dispone de medios para medir la abertura de las pupilas. Puede parecer una petición un poco estrambótica, pero quien tenga curiosidad puede acudir a alguna óptica de confianza para que le midan este valor, para lo cual, por supuesto, es imprescindible pasar primero un buen rato a oscuras para lograr la dilatación pupilar máxima.
Entremos en materia. Todos los prismáticos llevan escritos unos números en la carcasa. Los principales, que suelen mostrarse además con caracteres más grandes, son dos cifras separadas por una equis, al estilo de 10×50, 8×20, 12×80, u otras combinaciones. El segundo número indica la abertura de los objetivos en milímetros, mientras que el primero especifica el número de aumentos, es decir, cuántas veces más grandes se ven las cosas a través de los prismáticos en comparación con su tamaño aparente a simple vista. Es importante aclarar que los aumentos de los telescopios (y los prismáticos son telescopios) se especifican de un modo distinto a los microscopios, que siguen unas convenciones muy diferentes que no vamos a tratar aquí.
Ahora es cuando viene el punto clave: el diámetro de la pupila de salida se obtiene dividiendo la abertura de los objetivos entre los aumentos. Por tanto, en los tres ejemplos que hemos dado antes nos encontramos con pupilas de salida de 5 mm, 2.5 mm y 6.7 mm, respectivamente. Seguro que usted ya se va dando cuenta de que no todos estos modelos son igual de buenos para la observación astronómica.
Las personas más jóvenes quizá quieran dotarse de prismáticos en los que el cociente abertura/aumento ronde los 7 mm, mientras que el valor ideal puede ser menor para gente algo mayor. Una pupila de salida en el entorno de los 6 mm puede ofrecer una buena solución de compromiso.
La observación diurna de aves o del paisaje, cuando abunda la luz ambiental, no requiere explotar al máximo la capacidad de los prismáticos para aprovechar la luz. Por eso tiene sentido que existan prismáticos con pupilas de salida tan pequeñas como 2 o 3 mm, pero está claro que estos no son los más adecuados para observar el cielo nocturno, sino para el uso durante el día. Hay muchos modelos con lentes frontales de 50 mm de abertura y en estos casos deberíamos aspirar a que tengan unos 8 aumentos (pupila de salida de 6.3 mm). Podrían valer combinaciones como: 8×50, 10×60, 12×80, etc. Naturalmente, los de mayor abertura de objetivo alcanzarán a mostrarnos objetos más débiles, pero también serán mucho más caros y pesados.
Otro punto clave es que cuesta mucho mantener estables las imágenes a pulso cuando los prismáticos dan más de 10 aumentos. Eso no quiere decir que los prismáticos de 12 o más aumentos estén desaconsejados, sino que resulta imprescindible montarlos sobre un trípode firme y estable mediante el adaptador correspondiente. Nunca use más de 10 aumentos sin este recurso estabilizador.
Huya de los prismáticos con zum en los oculares, esos diseños que permiten cambiar de aumento actuando sobre una palanquita. Tenga en cuenta que para una determinada abertura de objetivo solo hay un valor del aumento que optimiza la pupila de salida y que cualquier cambio, hacia arriba o hacia abajo, debilita las imágenes. Además, los sistemas con zum incluyen más lentes, con lo que se comen más luz, y suelen padecer más defectos ópticos y ofrecen un campo de visión más estrecho.
Otro dato que suele constar en la carcasa de los prismáticos es el campo de visión. Lo habitual es que se especifique en grados. Por ejemplo: 5.5 grados. En el capítulo 1 de esta guía explicamos cómo medir tamaños aparentes en el cielo en grados. Por supuesto, para una combinación de aumento y abertura dada, siempre es preferible un campo de visión más ancho.
A veces se da el campo de visión de una manera más complicada, del estilo de: «79M AT 1000M», que significa que el aparato abarca una extensión de 79 metros a una distancia de un quilómetro. No es difícil pasar de este sistema al más racional, de grados, haciendo una cuenta muy simple: se divide la anchura entre la distancia y el resultado se multiplica por 60. En este ejemplo tenemos: 60·79/1000 = 4.7 grados. Esta receta de cálculo es aproximada pero funciona bastante bien (la cuenta exacta, algo más compleja, habría arrojado como resultado 4.5 grados, así que el error es del 4 %).
Las personas que necesiten gafas pueden quitárselas para mirar por los prismáticos si lo único que padecen es hipermetropía, presbicia o miopía, pero se las deben dejar en caso de tener astigmatismo. Además, incluso en los tres primeros casos, puede interesar mantener las gafas para alterar con comodidad entre la visión con y sin prismáticos. Por tanto, es muy frecuente que convenga adquirir unos prismáticos que estén pensados para su uso llevando puestas las gafas. Esto se especifica por medio de un parámetro que se llama relieve ocular, eye relief en inglés, que es la distancia a la que se debe colocar el ojo por detrás de la última lente. Para que quepan las gafas conviene que el relieve ocular no sea inferior a 1.5 cm, preferiblemente 2 cm. Los fabricantes suelen marcar los prismáticos diseñados para su uso con gafas puestas (gran releve ocular) con «type B».
Un aspecto final, más importante de lo que se suele creer, es el de los tratamientos antirreflejantes, que hacen que las lentes devoren menos luz. Aquí tenemos desde aparatos sin tratamientos antirreflejantes en absoluto (no suelen decir nada al respecto en las especificaciones), los que portan sistemas antirreflejo en algunas superficies (pueden describirse como coated o como multi-coated, siendo por supuesto mejor lo segundo), o en todas las superficies (estos son fully multi-coated y suelen lucir el rótulo en la carcasa, aunque no es necesario porque se nota también, y no poco, en el precio).
Así que ya tenemos nuestros prismáticos para uso astronómico, de la mayor abertura posible, con pupila de salida de unos 6 mm, de tipo B, con tratamiento antirreflejante en todas las superficies ópticas (fully multi-coated) y de no más de 10 aumentos o, en caso de superarlos, acoplados a un trípode cómodo y estable. ¿Vamos ahora a explorar con ellos la Vía Láctea?
Orientarse en la Vía Láctea: longitud galáctica
La banda de la Vía Láctea recorre todo un círculo máximo en el cielo. Por tanto, podríamos especificar posiciones dentro de esa banda tomando un punto como referencia y midiendo en grados las posiciones a partir de ese lugar. Este es el fundamento del concepto de longitud galáctica: se toma como inicio la dirección hacia el centro galáctico. Hemos comentado más arriba que el Sol se encuentra en el interior del disco galáctico pero bastante apartado del centro de la Galaxia. Por lo tanto, ese lugar, el centro, debe estar en algún lugar de nuestro cielo y, como veremos algo más tarde, cae dentro de la constelación de Sagitario. Si se coloca ahí el origen de las longitudes galácticas, desde ese lugar se puede medir esta coordenada, en grados hacia el norte. Suele usarse el símbolo l (una ele minúscula en cursiva) para representar la longitud galáctica.
Sin embargo, no vamos a comenzar el paseo por la región del centro galáctico, sino que lo vamos a hacer desde el punto diametralmente opuesto, situado en longitud galáctica l = 180º, llamado el anticentro galáctico. Desde ahí iremos recorriendo la banda de la Vía Láctea hacia el sur y en el sentido de longitudes crecientes.
Recomendamos seguir este recorrido teniendo a la vista un mapa del cielo que represente la Vía Láctea, o bien algún programa informático que sirva para la misma función, como Stellarium. Los diagramas de este artículo son solo orientativos y no sustituyen a una cartografía de calidad. En el apartado de referencias encontrará ideas al respecto. También, procure huir de la contaminación lumínica y, si puede, intente hacer sus paseos por la Vía Láctea en noches sin Luna, para tener más probabilidades de apreciar los detalles más tenues (cúmulos y nebulosas).
Qué podemos esperar ver
Antes de iniciar el paseo, no estarán de más algunas advertencias sobre lo que podemos esperar ver en su trascurso. Por supuesto, unos prismáticos adecuados para la astronomía ayudarán muchísimo y servirán para distinguir cantidades inmensas de estrellas, pero también para mostrar las estrellas brillantes, esas que ya se perciben a simple vista, con mucho más fulgor y, en bastantes ocasiones, con sus tonos o colores un poco realzados, aunque siempre sean muy sutiles.
Pero en la Vía Láctea no solo se agregan estrellas lejanas, sino que también se concentran, por el mismo efecto de perspectiva, otros pobladores del disco galáctico como cúmulos estelares o nebulosas. En casi todos los casos estos cuerpos celestes no estelares aparecen, con prismáticos, como nubecitas débiles, casi siempre pequeñitas, que puede ser fácil pasar por alto si no se presta atención. Ningún cúmulo ni nebulosa muestra color, en absoluto, cuando se observa con prismáticos.
A través de la Vía Láctea no se ven galaxias externas porque el polvo interestelar las oculta. La observación de otras galaxias requiere apuntar a otras regiones celestes y queda para otro capítulo de esta guía, más adelante, aunque sí hay una de ellas que mencionaremos de pasada en el recorrido que sigue.
El anticentro galáctico
La región del anticentro cae en el hemisferio celeste boreal y queda fuera del alcance de quienes habitan el hemisferio sur de la Tierra. Como es la zona externa y menos densa del disco, y como no tiene de fondo el bulbo y el centro de la Galaxia, la banda de la Vía Láctea muestra en toda esta área su intensidad mínima. Aun así, la región no está exenta de curiosidades.
El punto exacto con l = 180º cae en la constelación de Auriga, cerca de la estrella beta de esta constelación. El ecuador galáctico cruza todo el gran pentágono, asterismo principal del Cochero, y dentro de esa figura se pueden distinguir algunas nubecitas compactas que son cúmulos estelares. Esta zona se ve muy bien en el cielo de medianoche en diciembre.
Géminis, Orión, Tauro
A partir de aquí describimos zonas celestes que empiezan a verse desde las latitudes medias del hemisferio sur. Al sur de Auriga, ya en l = 190º, el ecuador galáctico separa las constelaciones de Tauro y de Géminis, y en ambas pueden verse con binoculares cúmulos estelares en forma de grumitos entre las estrellas.
Un poco más al sur, el ecuador galáctico cruza la región del Unicornio en torno a l = 200º, justo entre la estrella Proción (alfa del Can Menor) y el magnífico cuadrado de Orión, clavado sobre el ecuador celeste. En esta zona hay cúmulos y algunas nebulosas en la Vía Láctea, pero también fuera de ella, sobre todo en la zona de Orión, donde no debe perderse la gran nebulosa de Orión Messier 42, que cuelga del cinturón de Orión hacia el sur y que se distingue muy bien con prismáticos.
Compare, con los prismáticos, los colores de las estrellas Betelgueuse y Rigel, diametralmente opuestas en el cuadrado de Orión y las dos más brillantes de ese asterismo.
Nos adentramos en el sur
En torno a l = 240º empezamos a adentrarnos en regiones menos accesibles a la observación desde el hemisferio norte. Estamos en la Popa y el Can Mayor. La estrella blanca Sirio, la más brillante de todo el cielo terrestre (tras el Sol, por supuesto), cae justo diez grados al oeste del ecuador galáctico al pasar por l = 230º. Observe la nubecita que cuelga de Sirio hacia el sur, a cinco grados: es el cúmulo estelar Messier 41.
Toda esta zona es típica de las mediasnoches de enero.
Nos apartamos 90º del anticentro galáctico y llegamos a l = 270º al pasar por la constelación de la Vela. La banda de la Vía Láctea sigue siendo débil y dispersa pero empieza a enriquecerse según nos aproximamos al centro y el bulbo. Toda la zona se ve salpicada de cúmulos estelares.
A partir de aquí, el espectáculo queda vedado a observadores situados en latitudes medias del hemisferio norte.
La Vía Láctea austral
Un poco más allá, en l = 290º, los prismáticos muestran perfectamente (si el cielo está oscuro) la nebulosa de eta Carinae y, apenas cinco grados al sur de ella, el magnífico cúmulo Melotte 101, más conocido como las Pléyades Australes. Nos acercamos al bulbo y al centro galácticos y estamos a punto de adentrarnos en la parte más fascinante de la cinta galáctica.
La Vía Láctea alcanza su punto más austral en l = 300º. En entorno de este punto es uno de los rincones más espectaculares del firmamento. Para empezar, domina la escena la impactante figura de la Cruz del Sur que, además, y como vimos en el primer capítulo, sirve de guía para localizar el polo sur celeste, a unos 25º de Ácrux, alfa de la Cruz. Esta estrella coincide casi exactamente con el ecuador galáctico en el punto de longitud galáctica 300º y marca el borde oeste de la nebulosa oscura más destacada de toda la cinta galáctica, el Saco de Carbón, atrapado entre uno de los ángulos de la Cruz y las estrellitas de la constelación contigua de la Mosca. El borde norte del Saco de Carbón lo marcan la estrella Mimosa (beta de la Cruz) y, a su lado, el cúmulo de estrellas conocido como Joyero.
En l = 315º el ecuador galáctico pasa por las dos estrellas más brillantes del Centauro, Hadar (beta) y Rigil Kent (alfa). La segunda y más brillante de ellas es nada menos que el sistema estelar más cercano al Sol. Además, se parece mucho a nuestro astro rey en cuanto a propiedades físicas, aunque se trata de un sistema doble, o incluso triple, si bien este carácter múltiple no se aprecia con prismáticos.
Si tiene ocasión, no pierda además la oportunidad de echar un vistazo, con prismáticos, a la nubecita que aparece unos 15º al norte del punto medio entre alfa+beta del Centauro y la Cruz. Se trata del gran cúmulo globular omega del Centauro.
Toda esta región adorna los cielos del sur en condiciones óptimas en las mediasnoches de marzo y abril, aunque, al estar en el casquete circumpolar sur, en realidad todas estas maravillas están al alcance de la vista también en junio y, en realidad, durante casi todo el año.
Enfilamos hacia Escorpio desde el Centauro, en valores de l desde 300º a 340º, a lo largo de un camino repleto de cúmulos estelares que con los prismáticos se ven como bolitas tenues muy diferentes al brillo punzante de las estrellas.
El centro galáctico y más allá
En este punto vuelven a incorporarse al paseo quienes habitan las latitudes medias del hemisferio norte terrestre, porque nos apartamos de la parte más austral de la Vía Láctea.
La longitud galáctica l = 350º se alcanza en el centro del aguijón del Escorpión, y toda esa zona está llena de cúmulos estelares, algunos de los cuales se aprecian bien con los prismáticos. Estamos mirando directamente hacia el bulbo y el centro de la Galaxia, y esto se nota en la intensidad y anchura que adopta la Vía Láctea en toda la región.
El centro galáctico, l = 0º, casi coincide con la esquina en la que se encuentran las fronteras (arbitrarias) entre las constelaciones de Sagitario, Ofiuco y Escorpio. Su visibilidad óptima se da en junio y julio.
Como 15º al oeste del centro galáctico se ve la estrella gigante roja Antares. Los prismáticos ponen de manifiesto su tono anaranjado, que salta aún más a la vista si usted reside en un lugar desde el que pueda ver al mismo tiempo esta estrella Vega (de la que hablaremos luego), con cuya blancura contrasta el tono de ladrillo del astro más brillante del Escorpión. ¿Llega usted a ver, con los prismáticos, una nubecita pequeñita al lado de Antares? Es el cúmulo globular M4, pero de este tipo de objetos hablaremos en otra entrega de la serie.
Toda esta región se encuentra ya bastante al sur del ecuador celeste y aparece bastante baja sobre el horizonte en las noches de junio y julio desde el hemisferio norte, pero luce muy alta en el invierno austral. Al norte del asterismo de la Tetera de Sagitario, cerca de l = 10º, brilla una condensación de la Vía Láctea denominada nube estelar de Sagitario, tan destacada que Charles Messier la incluyó en su catálogo de objetos difusos con el número 24 (es, pues, Messier 24). Toda esta región aparece repleta de grumitos y condensaciones que casi siempre son cúmulos estelares, pero en al menos tres ocasiones son nebulosas verdaderas. Acepte el reto de tratar de identificar con prismáticos, valiéndose de un mapa, la nebulosa M17 (al norte de la nube estelar de Sagitario), la nebulosa Trífida M20 y, sobre todo, la nebulosa Laguna M8. Si el cielo está oscuro, M8 llega a distinguirse incluso a simple vista. Todo este panorama destaca mucho más cuando se observa desde la regiones ecuatoriales o desde el hemisferio sur de la Tierra.
Del Escudo al Cisne
Algo más al norte se atraviesa el ecuador celeste y se llega a la región del Escudo, en l = 20º. Esta zona destaca más por el brillo y estructura de las nubes de estrellas que por los astros que se distinguen a simple vista. La estrella más brillante del Escudo (o habría que decir «la menos débil») cae casi justo sobre el ecuador galáctico.
Repare en que la Vía Láctea se ha ido debilitando poco a poco desde Sagitario y el Escudo hasta el Cisne, mucho más al norte. En este recorrido se hace cada vez más evidente una grieta oscura central, llamada «grieta del Cisne», que bifurca la Vía Láctea desde el Escudo hasta Deneb. A partir de ahora el panorama se empobrece porque la línea visual se aparta de la región del centro galáctico.
Completamos un cuarto de vuelta desde el centro al llegar a l = 90º cerca de la estrella más brillante del Cisne, Deneb. En toda esta región la Vía Láctea boreal muestra un brillo y estructura considerables y está salpicada de grumitos que corresponden a cúmulos estelares. Puede intentar distinguir la forma peculiar del cúmulo de la Percha o cúmulo de Brocchi, casi exactamente en l = 55º, en plena grieta del Cisne. El cumulito queda a un lado del ecuador galáctico y, al otro, el asterismo de la pequeña constelación de la Flecha.
Esta zona se observa alta a medianoche alrededor de los meses de julio y agosto. Unos 20º al oeste del Cisne en la zona de l = 70º aparece la brillante estrella Vega, de un color blanco muy puro. Si tiene Antares a la vista, compare sus tonos con los prismáticos.
Del Cisne a Casiopea y de nuevo al anticentro
Seguimos el recorrido hacia el norte en dirección hacia la M o W de Casiopea. Aquí nos despedimos del público austral porque nos aventuramos en las zonas inaccesibles desde ese hemisferio de la Tierra.
Alrededor de l = 100º la Vía Láctea pasa por uno de sus tramos menos llamativos, tanto a simple vista como con prismáticos, pero todo se anima un poco más allá, al entrar en la región del Casiopea.
En Casiopea también pueden verse, entre una multitud de estrellas, algún que otro cúmulo estelar compacto, dependiendo de la abertura de los prismáticos utilizados. En Casiopea la Vía Láctea alcanza su punto septentrional extremo, a apenas 30º del polo norte celeste.
Reparemos en la W de Casiopea y en la estrella Polar. La línea que une la Polar con el corazón de la W, si se prolonga 20º al sur, lleva a la galaxia de Andrómeda. Está algo apartada de la Vía Láctea y no es la protagonista de este paseo, pero resultará inevitable dedicarle algo de atención con los prismáticos. Toda esta zona celeste se observa bien a medianoche alrededor de los meses de setiembre y octubre.
El ecuador galáctico atraviesa Casiopea al llegar a l = 120º y luego pasa al norte de Perseo (l = 150º), una constelación de grandes connotaciones mitológicas pero bastante poco llamativa a simple vista. Con la ayuda de un mapa, busquemos la estrella más brillante de Perseo. Justo a mitad de camino entre esa estrella (Mirfak) y la W de Casiopea hay una nube geminada brumosa: el cúmulo doble de Perseo. Después de ubicarla con prismáticos puede costar menos darse cuenta de que se llega a distinguir, también, a simple vista.
Avanzamos por el ecuador galáctico y pasamos al norte de la constelación de Tauro, con las Pléyades como cúmulo estelar más destacado y al que puede valer la pena echar un vistazo con los prismáticos (véase la figura 1). Estamos en l = 170º y a punto de regresar al anticentro, en Auriga, comienzo de nuestro viaje.
El recorrido por la Vía Láctea termina aquí, pero tenga en cuenta que nuestra descripción ha sido muy somera y que unos prismáticos adecuados, bajo un cielo oscuro, proporcionan muchas noches de observación a lo largo de todo el año.
Bibliografía y recursos
La referencia obligada en nuestro idioma para la observación del cielo con prismáticos son los dos libros dedicados a este tema por Álex Mendiolagoitia: El firmamento con prismáticos desde la ciudad y El firmamento con prismáticos desde el campo. Información en este enlace: https://federacionastronomica.es/index.php/la-federacion/historico/122-actualidad-2018-presentacion-dos-libros-alex-mendiolagoitia
Editorial ViveLibro, ISBN: 978-84-17573-43-0 y 978-84-17573-44-7
Del mismo autor, el libro Perspectiva galáctica (Visión Libros, ISBN 978-84-18678-22-6) propone un camino por la Vía Láctea que incluye la tercera dimensión, la profundidad, un aspecto que hemos dejado de lado en nuestro paseo introductorio.
https://www.aam.org.es/perspectiva-galactica/
El mejor atlas celeste de iniciación en castellano es Atlas del cielo nocturno, de Storm Dunlop (Akal, ISBN 978-84-460-2562-7), que incluye una cartografía muy adecuada para prismáticos en la que se pueden seguir todos los rasgos comentados en este artículo, así como muchos otros.
De nuevo recomendamos comprobar el contenido de este capítulo mediante el programa informático Stelarium, que permite reproducir el cielo en la computadora, disponible de manera gratuita para muchos sistemas operativos. https://stellarium.org/es/